¿Decir la verdad al jefe? A algunos CEO y otros altos cargos les gusta el protocolo y recibir la reverencia que creen merecer.
La fábula moral “El traje nuevo del emperador” de Hans Christian Andersen ilustra el dilema entre adular o decir la verdad al poderoso o a los jefes. Todos conocemos el cuento: un pomposo gobernante desfila desnudo ante su pueblo, que lo aclama y le admira por llevar el mejor traje. En realidad, todos son unos aduladores y unos impostores. Hace falta que un niño de entre la multitud exponga la verdad y grite que, en realidad, el emperador no lleva nada encima.
¿Decir la verdad al jefe? Cegados por la adulación
Pocos somos inmunes a la adulación y los poderosos no son una excepción. Parece que el ejercicio del poder, tanto en la esfera pública como en la privada, infunde vanidad y arrogancia, y confunde y ciega ante la verdad.
A algunos CEO y otros altos cargos les gusta el protocolo y recibir la reverencia que creen merecer. También es verdad que elogiar al CEO da buena imagen de la empresa, el prestigio de los jefes está en relación directa con la reputación de la institución que dirigen y, en cierta medida, ellos y su cargo son inseparables.
El problema surge cuando los jefes creen que se les conceden honores por lo que son y no por lo que representan. Una situación en la que suele manifestarse este orgullo desmedido es cuando se presenta a un director general en un acto público. Algunos esperan un panegírico cargado de elogios, pero creo que las personas verdaderamente importantes, por su cargo o trayectoria, no necesitan presentación.
Para ser sincero, no me considero un gran ejemplo de humildad, pero creo que se da una mejor impresión siendo discreto en las presentaciones. Un antiguo mentor –que a pesar de sus muchos logros siempre rehuyó los elogios– me enseñó que cuando a uno lo adulan es buena idea preguntarse: “¿Están hablando de mí?”.
Pompa académica
Curiosamente, la pompa que asociamos a los altos cargos no sólo se da en la empresa o la administración; también pasa en el mundo académico. Durante mi primer año como presidente de IE University quise visitar a varios colegas de universidades estadounidenses para presentarles nuestro proyecto y establecer relaciones. Me chocó especialmente la agenda que me preparó el personal de la presidencia de una prestigiosa institución: “11.00-11.05: Breve saludo en la puerta del despacho del presidente”.
Todavía hoy bromeo sobre el protocolo de aquella ocasión pero, a raíz de esa experiencia, decidí mostrar el mismo nivel de respeto a todas las personas que conozco, independientemente de su estatus, y evitar la condescendencia que algunas personas perciben en las figuras de autoridad. Utilizar el sentido del humor siempre ayuda en estas circunstancias. Siempre que puedo intento responder directamente los mensajes y las peticiones que recibo. Creo que es una buena idea, e incluso saludable, mantener canales de comunicación abiertos con personas de dentro y fuera de la organización, y de distintos niveles y generaciones.
Completamente honestos
Volviendo a la pregunta de hasta qué punto hay que ser honesto con el jefe, en términos de buenas prácticas directivas la respuesta debería ser: completamente. Al fin y al cabo, los directivos están contratados para dar su opinión profesional sincera, sobre todo si creen que es relevante para la empresa, aunque moleste al jefe. Es una cuestión de cumplimiento, de profesionalidad.
Sin embargo, muchos sabemos por experiencia que, por regla general, a los jefes no les gusta que les lleven la contraria y se toman a mal las críticas o las opiniones contrarias a su criterio, sobre todo si se producen en una reunión con otras personas. En general, los jefes ven la contradicción como un cuestionamiento de su autoridad.
Saber escuchar
Cuando pregunto a mis alumnos de estrategia –que suelen ser ejecutivos con más de cinco años de experiencia directiva y procedentes de distintos países– sobre los atributos ideales de un director general, una de las respuestas más frecuentes es que debe saber escuchar. Creo que esto indica el deseo de que haya un enfoque más abierto por parte de los jefes, de que se pueda hablar honestamente con ellos. La respuesta también refleja la comprensión de que la toma de decisiones requiere escuchar una amplia gama de puntos de vista.
Tras plantearles la pregunta, debatimos sobre si en las reuniones dicen a sus jefes lo que piensan o si se animan a contradecir la opinión de sus superiores. Siempre hay un participante que defiende la necesidad de ser sincero y poder decir lo que se piensa de forma razonada y educada, independientemente de las consecuencias. Sin embargo, la mayoría reconoce que no es fácil discrepar de sus jefes, y mucho menos en público.
Pero los directores generales no tienen toda la información ni los conocimientos específicos sobre todos los temas de la empresa. Por ello se beneficiarían claramente de escuchar más y hablar menos.
Prudencia siempre
Benjamin Franklin, uno de los padres de la independencia estadounidense, era partidario de la prudencia y de no decir en todo momento lo que se piensa porque, según su experiencia, cualquier tipo de crítica ofende siempre al receptor. Franklin fue el primer embajador de EE UU en París y posiblemente su experiencia diplomática le llevó a ser cauto en las formas y en las palabras.
En su autobiografía, Franklin señala: “Cuando otro afirmaba algo que yo consideraba un error, me negaba a mí mismo el placer de contradecirle”. La moderación de Franklin me recuerda la observación de un coach que trabajó para directores generales de varias empresas de la lista Fortune 500: los comentarios negativos, aunque sean constructivos y justificados y se comuniquen con tacto suelen rechazarse. Sólo unos pocos los reciben positivamente y los agradecen. Algo que, por otra parte, demuestra una enorme inteligencia emocional.
Distancia de poder y debate
La posibilidad de contradecir o criticar al jefe, aunque sea en privado y con buenas intenciones, puede complicarse aún más por factores culturales. Japón es referente de la máxima distancia de poder (cómo son el trato, las formalidades, la interacción en las reuniones y los protocolos de relación entre jefes y subordinados), mientras que Estados Unidos y los países escandinavos son ejemplos de distancia de poder mínima. Como era de esperar, la cultura de los países con menor distancia de poder fomenta el debate abierto, e incluso la crítica o la disensión hacia los superiores.
Estudios contemporáneos demuestran que seguir la corriente de los superiores, e incluso halagarlos, puede ser bueno para la carrera profesional. Además, basarse exclusivamente en el rendimiento o la valía personal no es garantía de ascenso. Sin embargo, la investigación también revela que los aduladores en serie suelen ser criticados por sus colegas, algo que a la larga también puede volverse en su contra.
Los resultados de esta investigación y los comentarios de mis alumnos me sugieren que la adulación no es sólo un problema de los subordinados y que al menos la mitad de la responsabilidad recae en los propios jefes.
El emperador tiene la responsabilidad de su desnudez aunque quiera culpar a otros. Lo mismo ocurre con los directores generales que fomentan la adulación. Por un lado, distorsionan la naturaleza del debate en las reuniones de dirección, donde el principio rector debería ser “nada personal, sólo negocios”. Por otra parte, comprometen el funcionamiento de la propia empresa, el examen objetivo de sus resultados, la identificación de los fallos y sus causas, y la subsanación de estos fallos.
El consejo de Maquiavelo
Un pensador especialmente recomendable es Nicolás Maquiavelo. Su filosofía es una expresión del pragmatismo absoluto necesario para mantenerse en el poder, al margen de cualquier preocupación moral. Por lo tanto, vale la pena atender sus sugerencias sobre cómo obtener el mejor consejo de los subordinados y evitar la adulación:
“La única forma de protegerte de los aduladores es que la gente entienda que decirte la verdad no te ofende. Sin embargo, cuando todos se sienten libres de decirte la verdad, el respeto hacia ti disminuye. Por lo tanto, un príncipe sabio debe seguir un tercer camino, eligiendo a los hombres sabios de su estado y dándoles sólo a ellos la libertad de decirle la verdad, y sólo de aquellas cosas de las que pregunte y de ninguna otra. Sin embargo, debe interrogarlos acerca de todo y escuchar sus opiniones, para luego formar sus propias conclusiones. Con estos consejeros, por separado y colectivamente, debe comportarse de tal manera que cada uno de ellos sepa que cuanto más libremente hable, más se le preferirá. Fuera de ellos, no debe escuchar a nadie, perseguir lo resuelto y atenerse a sus decisiones. El que hace lo contrario, o es vencido por los aduladores, o cambia tan a menudo de opinión que se ríen de él”.
Con la experiencia y la edad, algunos directivos pueden cerrarse a las ideas de los demás, aunque también hay líderes jóvenes impetuosos y arrogantes que rechazan la ayuda exterior. Maquiavelo tiene razón: estar abierto a los consejos de los sabios aumenta las posibilidades de éxito en el poder.
Una versión en inglés de este artículo se publicó en LinkedIn.
Santiago Iñiguez de Onzoño, Presidente IE University, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.