



Mientras multimillonarios como Elon Musk y Mark Zuckerberg destinan pequeñas fracciones de su riqueza a la filantropía, el magnate del acero Andrew Carnegie dejó un modelo que iba más allá de las donaciones simbólicas.
Cuando Zuckerberg anunció recientemente cambios radicales en las prácticas laborales de su empresa, Meta, en previsión de una posible presidencia de Trump 2.0, algunos observadores notaron que el titán de la tecnología llevaba un reloj de pulsera valorado en casi 900,000 dólares. Es uno de varios relojes de alta gama que ha lucido últimamente.
Esta ostentosa muestra de riqueza puede haberle asegurado la admiración en el mundo de las revistas de lujo, pero también ha llevado a muchos a comparar a Zuckerberg y otros titanes tecnológicos con los “barones ladrones” de Estados Unidos del siglo XIX y principios del XX.
En su discurso de despedida desde la Oficina Oval el 15 de enero, el presidente saliente Joe Biden advirtió que “en Estados Unidos está tomando forma una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que literalmente amenaza nuestra democracia entera, nuestros derechos y libertades básicos, y la oportunidad justa para que todos salgan adelante”.
Pero, ¿y si estos individuos adinerados usaran sus recursos para mejorar la sociedad? Esta fue la visión del magnate del acero Andrew Carnegie, uno de los más famosos de los llamados barones ladrones de la última “Edad Dorada” de Estados Unidos. Carnegie dominó la producción en masa de acero en el último cuarto del siglo XIX, en una época de expansión industrial masiva en el país.
El término “barón ladrón” se inspiró en los señores feudales medievales, quienes solían amasar riquezas por medios a menudo ilegales y a expensas del resto de la población. Se aplicó a industriales y magnates del petróleo como John D. Rockefeller, Cornelius Vanderbilt y el propio Carnegie, en crítica a sus prácticas monopólicas, su aparente desprecio por los derechos y el bienestar de sus trabajadores y su acumulación de enormes fortunas personales a costa de la sociedad. Aunque operaban dentro de la ley, muchos los consideraban despiadados.
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Los titanes tecnológicos de hoy comparten muchas similitudes con ellos. Meta de Zuckerberg domina las redes sociales, Amazon de Jeff Bezos gobierna el comercio electrónico y SpaceX de Elon Musk lidera el mercado global de lanzamientos de cohetes, mientras que su control de X (antes Twitter) le otorga una influencia masiva en el discurso digital.
Sus imperios son enormes, sus activos descomunales y su impacto en la sociedad, la economía, la política y el medio ambiente sigue siendo objeto de debate.
Por ello, no es sorprendente que el concepto de “barón ladrón” esté resurgiendo. Sin embargo, la validez de esta comparación sigue siendo discutible. Algunos expertos sostienen que la etiqueta es inexacta y proponen un término más adecuado: “tiranos tecnológicos”. Aunque comparten ciertos rasgos del capitalismo despiadado de los barones ladrones, parecen demostrar menos interés en usar su riqueza para el bien público.
En su ensayo de 1889, El evangelio de la riqueza, Carnegie reflexionó sobre cómo debería utilizarse la riqueza acumulada. Reconocía que la desigualdad económica era inevitable, pero sostenía que la riqueza masiva debía conllevar obligaciones morales.
Según su visión, los ricos debían actuar como fideicomisarios de los menos afortunados y utilizar sus recursos para el beneficio de la comunidad.
Deben evitarse las demostraciones de extravagancia. Cualquier excedente, más allá de lo necesario para la familia, debía considerarse un “fondo fiduciario” destinado a generar el mayor beneficio comunitario posible. En ningún caso debía acumularse riqueza sin propósito ni transmitirse como herencia.
Si los ricos no cumplían con este deber, Carnegie proponía una solución sencilla: impuestos elevados a las herencias. Según él, la riqueza debía devolverse a la comunidad de la que se obtuvo, y un impuesto sucesorio alto serviría para condenar la vida de los millonarios egoístas. Escribió: “Al gravar fuertemente las herencias al morir, el Estado marca su condena a la vida indigna del millonario egoísta.”
Carnegie también estableció principios prácticos sobre la filantropía. La riqueza debía usarse para proporcionar oportunidades a quienes estuvieran dispuestos a trabajar por su propio ascenso. Debía centrarse en la prevención de la pobreza, más que en su alivio. Y debía aplicarse a una caridad estratégica, en lugar de a donaciones indiscriminadas.
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Además, defendía la creación de instituciones que ofrecieran beneficios duraderos a la comunidad. Entre 1883 y 1929, financió la construcción de 2,509 bibliotecas Carnegie en todo el mundo, además de instituciones educativas, hospitales, parques y espacios públicos. Hasta hoy, sus aportaciones financian la Corte Internacional de Justicia y otros organismos legales.
Como él mismo argumentó: “Quien muere rico, muere deshonrado.”
Con enormes fortunas y apenas una pequeña fracción destinada al bienestar público, los multimillonarios de hoy parecen estar lejos del ideal de Carnegie.
La última edición de The Forbes Philanthropy Score ubica a Musk y Zuckerberg entre los multimillonarios menos generosos. Se estima que hasta ahora han donado menos del 1% o entre el 1% y el 4.99% de su riqueza, aunque en el caso de Zuckerberg, esto equivale a más de 4,500 millones de dólares canalizados a través de la Iniciativa Chan Zuckerberg, que dirige junto con su esposa, Priscilla Chan.
Superficialmente, los titanes tecnológicos han intentado emular algunos de los principios de Carnegie mediante la filantropía. The Giving Pledge, una iniciativa que alienta a los multimillonarios a donar la mayor parte de su fortuna a causas benéficas, cuenta con la firma de Zuckerberg y Musk.
Sin embargo, la estructura de estas donaciones ha generado dudas sobre si realmente constituyen filantropía.
En lugar de regalar su riqueza, a menudo la transfieren a fondos asesorados por donantes o sociedades de responsabilidad limitada, mecanismos que pueden proporcionarles beneficios fiscales y financieros que, en algunos casos, superan incluso las sumas donadas.
Esto nos lleva al concepto de filantropocapitalismo: la idea de que la caridad puede integrarse con las estructuras del capitalismo neoliberal, que a menudo terminan beneficiando más a los ricos que a las causas sociales.
Los críticos de este enfoque sostienen que, aunque parece altruista y se presenta como un método para maximizar la filantropía, en realidad cambia el discurso sobre la caridad. Según esta visión, la introducción de estrategias corporativas y prácticas financieras en la filantropía tiende a reproducir las mismas estructuras que perpetúan la desigualdad en lugar de reducirla.
Los académicos británicos Linsey McGoey, Darren Thiel y Robin West argumentaron en un estudio de 2018 que el filantropocapitalismo “ayuda a otorgar legitimidad moral a la regulación gubernamental pro-corporativa y al gasto público que exacerba directamente la desigualdad económica”.
La filosofía de Carnegie era claramente paternalista y no siempre practicó lo que predicaba. Sin embargo, sus ideas podrían ofrecer a los titanes tecnológicos de hoy un marco para reconocer y abordar las responsabilidades morales que conlleva la acumulación de riqueza.
Tobias Jung, Professor of Management, University of St Andrews
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.