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Hay personas que pueden hacer mucho por el mundo quedándose en casa sin hacer nada. Esa es la historia de Thomas Midgley, el hombre que creó dos de las peores sustancias de la historia de la Tierra.
Midgley (1889-1944) fue un ingeniero químico estadounidense cuyas invenciones tuvieron consecuencias ambientales catastróficas. En la primera mitad del siglo XX desarrolló el tetráetilo de plomo como aditivo para la gasolina y los primeros refrigerantes CFC (Freón). Ambos descubrimientos, en su momento aplaudidos, hoy son recordados como “venenos” globales que alteraron la atmósfera.
La historia de Midgley ejemplifica cómo innovaciones bienintencionadas pueden volverse perjudiciales. A pesar de ser premiado por sus aportes técnicos, sus inventos terminaron dañando la salud pública y el clima mundial. La eliminación de la gasolina con plomo y la firma del Protocolo de Montreal, sin embargo, constituyen historias de éxito internacionales en la mitigación de esos daños.
Midgley fue un ingeniero y químico formado en la Universidad Cornell. A comienzos de los años 1920 trabajó para General Motors en Dayton Research Laboratories, donde junto a Charles Kettering desarrolló el aditivo de gasolina que sería su invención más célebre.
En 1921 descubrieron que agregar tetráetilo de plomo al combustible eliminaba el “golpeteo” del motor y mejoraba su rendimiento. Este avance, comercializado por General Motors bajo la marca Ethyl en 1923, le valió prestigiosos premios científicos y más de 100 patentes a lo largo de su carrera.
Sin embargo, Midgley ocultó deliberadamente el uso del plomo en su aditivo pese a conocer los riesgos asociados.
El compuesto tetráetilo de plomo (TEL) revolucionó la industria automotriz, pero a un alto costo. A principios de los años 1920, las grandes petroleras estadounidenses Standard Oil, General Motors y DuPont adoptaron rápidamente este aditivo para eliminar las detonaciones incontroladas en los motores.
Desde el punto de vista técnico, la gasolina con plomo era más eficiente y reducía el ruido del motor. Sin embargo, su estabilidad química no impidió que liberara plomo gaseoso al ambiente cada vez que se quemaba el combustible. Midgley llegó a esnifar gasolina con plomo en público para demostrar su seguridad, pero esas demostraciones ocultaban el daño real: al final la mayoría ignoró las advertencias sobre su toxicidad.
Pronto quedaron evidencias del peligro del plomo en la gasolina. En 1924 se produjo un accidente en una planta experimental de Nueva Jersey que resultó trágico: cinco trabajadores murieron intoxicados y otros 35 sufrieron alucinaciones y temblores debido a la exposición a los vapores de TEL. El propio Midgley enfermó en una demostración similar, aunque públicamente mantuvo la versión de que el producto era completamente seguro.
Con el paso de los años la gasolina con plomo vertió “enormes cantidades” de este metal en la atmósfera, provocando daños neurológicos y respiratorios en la población. Numerosos estudios modernos han relacionado la exposición al plomo con enfermedades cardiovasculares, menores coeficientes intelectuales en niños y otros efectos graves en la salud.
La presión social y científica propició el cese de la era del plomo en los combustibles. Hacia los años 1980 y 1990, los gobiernos empezaron a vetar la venta de gasolina con plomo, primero en países desarrollados y luego en todo el mundo. En 2021 Argelia —el último país que aún permitía ese combustible— prohibió finalmente su uso. Esta erradicación total fue destacada por la ONU como una “historia de éxito internacional” en la lucha contra la contaminación, comparable a la eliminación de los CFC.
El Secretario General António Guterres señaló que el fin de la gasolina con plomo allana el camino hacia “una movilidad libre de emisiones” y elogió el esfuerzo conjunto para reparar el daño ambiental causado por este aditivo.
El segundo invento de Midgley fue inicialmente celebrado como un avance benéfico. A fines de la década de 1920, los sistemas de refrigeración buscaban sustitutos de gases inflamables y tóxicos. Midgley y su equipo sintetizaron en 1928 el diclorodifluorometano (el primer CFC o Freón-12). Este nuevo compuesto, no inflamable y aparentemente inerte, reemplazó a gases peligrosos en frigoríficos y aires acondicionados.
Para probar su seguridad, Midgley incluso inhaló vapores de Freón en público, lo que resultó un éxito inmediato y permitió que General Motors y otros fabricantes multipliquen la venta de refrigeradores sin provocar accidentes por incendios. El reemplazo de los refrigerantes antiguos fue un triunfo tecnológico que hizo la refrigeración más segura y accesible.
A diferencia de su efecto inmediato, el impacto de los CFC en la atmósfera tardó décadas en detectarse. En poco tiempo los CFC se integraron en miles de productos de consumo, desde aires acondicionados hasta aerosoles e inhaladores médicos. No fue sino hasta fines de los años 1970 y principios de 1980 que científicos como el mexicano Mario Molina relacionaron estos compuestos con la destrucción de la capa de ozono.
Para entonces los CFC habían “tenido tanto éxito” que comenzaron a apilarse en la estratosfera.
Hoy se considera que los CFC introducidos por Midgley son de los químicos más dañinos para el planeta: un informe los define como responsables de acelerar el calentamiento global y la formación de grandes agujeros en la capa de ozono.
La evidencia del daño a la capa de ozono llevó a una respuesta global coordinada. En 1987 se firmó el Protocolo de Montreal, que prohibió gradualmente los CFC en la mayoría de los países del mundo. Gracias a esta medida internacional, la producción mundial de CFC fue prácticamente eliminada hacia 2010. A pesar de ello, estos gases pueden durar hasta 140 años en la atmósfera, por lo que sus efectos persisten más allá de su aplicación. El Protocolo de Montreal es considerado uno de los mayores éxitos diplomáticos en defensa del medio ambiente, pues demostró que mediante acuerdos multilaterales se pueden combatir los contaminantes químicos antes de que causen un daño aún mayor.
Aunque en su época Midgley fue largamente elogiado, hoy su figura genera controversia. Acumuló medallas prestigiosas por sus innovaciones (Medalla Gibbs, Nichols, Perkin, entre otras), pero acabó siendo recordado por el perjuicio ambiental que provocaron sus inventos.
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Paradójicamente, Midgley murió en 1944 convencido de que sus invenciones beneficiarían al mundo. Su historial sirve de advertencia sobre la responsabilidad científica: como señala el historiador John McNeill, Midgley “tuvo más impacto en la atmósfera que cualquier otro organismo en la historia de la Tierra”.
La historia de Midgley subraya la importancia de evaluar siempre el impacto ecológico de los avances tecnológicos, pues soluciones ingenuas pueden acarrear problemas que afectan a generaciones.
En conclusión, la vida de Thomas Midgley es un ejemplo aleccionador de cómo una innovación puede tener consecuencias no previstas a largo plazo. Sus creaciones, inicialmente celebradas, terminaron generando crisis de salud pública y ambiental. El caso Midgley ilustra la necesidad de aplicar regulaciones estrictas y enfoques preventivos en la ciencia y la industria, recordándonos que cada avance tecnológico debe evaluarse por sus efectos en el planeta.