



Durante años, los videojuegos fueron vistos únicamente como una forma de entretenimiento, ajenos a cualquier valor educativo. Sin embargo, este enfoque ha cambiado de manera significativa. Hoy, distintos estudios científicos respaldan el impacto positivo de los videojuegos en el desarrollo de habilidades cognitivas en la escuela.
Uno de ellos, realizado por la Universidad Estatal de Georgia y publicado en NeuroImage: Reports, analizó a 47 estudiantes. Los resultados revelaron que aquellos que jugaban videojuegos al menos cinco horas semanales (28 participantes) mostraron, mediante resonancia magnética funcional, una respuesta motora de 190 milisegundos más rápida y un 2% más precisa que quienes jugaban menos de una hora a la semana.
Otro estudio, esta vez de la Universidad de Szeged, en Hungría, encontró que el volumen del hipocampo derecho —clave para la memoria y el aprendizaje— puede aumentar tras solo dos meses de exposición a ciertos géneros de videojuegos. Esto sugiere que estas plataformas no solo entretienen, sino que también estimulan procesos cognitivos relevantes, como la velocidad de reacción, la precisión motora y la memoria espacial.
Lejos de ser excepciones, estos hallazgos coinciden con lo que muchos docentes y especialistas en neuroeducación han observado en la práctica: el gaming, bien orientado, fortalece habilidades como la resolución de problemas, la memoria operativa y la toma de decisiones bajo presión. De acuerdo con el Reporte Especial Estado del Gaming en México del Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el 55.3% de los gamers en el país tienen entre 18 y 34 años, es decir, hablamos de una generación activa, conectada y creativa, que no solo consume tecnología, sino que aprende, colabora e innova a través de ella.
El Tecnológico de Monterrey, por ejemplo, ha implementado proyectos que utilizan videojuegos y entornos inmersivos para motivar el aprendizaje y fortalecer habilidades socioemocionales, ofreciendo experiencias difíciles de replicar en el aula tradicional.
Incluso el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) reconoce que los videojuegos permiten procesos de socialización entre niños y niñas, similares a los que ocurren en deportes en equipo.
Los juegos en línea promueven la cooperación, la estrategia conjunta y la búsqueda de objetivos comunes, aunque el entorno no sea físico.
Además, apoyándose en estudios de la Universidad de Cambridge, la organización ha destacado que, a mayor complejidad del videojuego, mayor actividad cerebral, lo cual resulta beneficioso para el desarrollo cognitivo.
Sin embargo, también es necesario hablar del equilibrio. Si bien algunos videojuegos estimulan la concentración, la agilidad mental o la coordinación, un uso excesivo puede afectar otras áreas como la capacidad lingüística o provocar conductas adictivas.
La clave está en la moderación y en el diseño de experiencias formativas basadas en criterios pedagógicos claros.
Este balance es particularmente importante en la generación Z, la más numerosa entre los gamers, y para la cual los videojuegos están al alcance de la mano. El 86.9% de quienes juegan en México lo hacen desde el celular, según el mismo reporte del IFT.
Pero más allá de los datos y las iniciativas puntuales, debemos hacernos una pregunta de fondo: ¿por qué seguimos pensando la educación desde estructuras del siglo XX, cuando nuestros estudiantes viven en un ecosistema del siglo XXI? Los videojuegos no solo entretienen ni solo enseñan; construyen mundos, reglas, narrativas y decisiones.
En otras palabras, son laboratorios de pensamiento y simulaciones complejas de lo real. No integrarlos en el aula es una forma de negar el entorno donde hoy se forman los ciudadanos del futuro. Un ejemplo claro de cómo esta visión puede materializarse está en la división de Borregos del Tecnológico de Monterrey, que entrena equipos para competir en Free Fire desde su canal oficial en Twitch.
Más allá del aspecto competitivo, esta experiencia promueve habilidades blandas y técnicas como el trabajo en equipo, la toma de decisiones en tiempo real y la gestión emocional bajo presión.
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La educación no puede seguir siendo un espacio que excluye el lenguaje cultural de los jóvenes; debe ser un puente que lo comprenda y lo canalice. En ese sentido, el gaming no es solo una herramienta, es también un campo de expresión que demanda una mirada pedagógica, ética y cultural más profunda.