Las estructuras organizacionales convierten a las personas en eslabones de una cadena de producción en la que el talento individual y colectivo es, simplemente, un mito.
Hoy en día millones de personas odian su trabajo. Es paradójico que en la era del 5G, los viajes espaciales, el metaverso y la inteligencia artificial, las organizaciones sigan estructuradas bajo los principios de la teoría clásica de la administración de empresas de Henri Fayol y el Taylorismo –de Frederick Taylor– ambas teorías de finales del siglo XIX y principios del XX.
Bajo este esquema, unos pocos piensan y dan órdenes mientras que el resto –la gran mayoría– las ejecuta. Hace más de 100 años estos métodos tenían todo el sentido dado que el conocimiento era escaso y estaba en manos de una minoría. Pero ¿lo tiene hoy? A priori parece que no, aunque no deja de sorprender que todavía haya directivos de grandes compañías que promuevan ese modelo de gestión.
Eficiencia y control son la prioridad
Esta forma de organización supuso una innovación radical en su momento, ya que permitió organizar de forma eficiente a miles de trabajadores, muchos con escasa formación, llegados del campo a las ciudades en busca de sustento.
Nadie ha descrito mejor este esquema cuasimilitar de mando y control que el gran Charlie Chaplin en una de sus obras maestras: Tiempos modernos.
Este tipo de estructura organizacionales convierten a las personas en eslabones de una cadena de producción en la que el despliegue integral y completo del talento individual y colectivo es, simplemente, un mito. Russell Ackoff, experto en diseño organizacional, lo expresó de manera fulminante:
“Las máquinas y las personas se agruparon entonces en una red de tareas elementales dedicadas a la producción de un producto: la fábrica moderna. Sin embargo, en el proceso de mecanización del trabajo, hicimos que las personas se comportaran como si fueran máquinas. Deshumanizamos el trabajo.”
¿A dónde nos lleva todo esto? A que millones y millones de personas en todo el mundo odien su trabajo.
Todos somos emprendedores
Desarrollar y desplegar el talento es consustancial con el hecho de ser humanos. Pero diseñar la estructura organizacional con base en los que piensan frente a los que ejecutan dificulta enormemente que se consigan, a la vez, los objetivos de supervivencia y crecimiento de las organizaciones y los de satisfacción y desarrollo del talento de los trabajadores.
Para salir de esta paradoja proponemos utilizar una de las máximas del pensamiento sistémico: “La estructura condiciona el comportamiento”. Es decir, si quieres cambiar el comportamiento de los individuos pertenecientes a un sistema humano, tienes que cambiar el diseño estructural de ese sistema.
Lecciones de un Nobel
“Todos los seres humanos somos emprendedores”. La frase es del economista Muhammad Yunus, Premio Nobel de la Paz en 2006 por su contribución al desarrollo social a través del Banco Grameen, el banco para los pobres, del que fue cofundador. La propuesta de valor de este banco se basa en los microcréditos otorgados en su inmensa mayoría a mujeres. Pretendía que fueran la chispa capaz de cambiar la vida de las personas, ayudándoles a salir del círculo de la pobreza al convertirse en emprendedoras.
Yunus, que en 2012 fue considerado por la revista Fortune como uno de los 12 grandes emprendedores de la época, afirma que los seres humanos hemos perdido el espíritu emprendedor “porque nos convertimos en trabajadores y nos pusieron un sello: tú eres trabajo”.
Por tanto, no se trata de pedir a las personas que cambien individualmente, sino de diseñar una estructura organizacional que facilite determinados comportamientos.
Contar con las personas cambiando el modelo de liderazgo
Ahora la pregunta es: ¿y si el intraemprendimiento –esto es, el acto de diseñar y promover una cultura emprendedora en el interior de una organización existente– pudiera ser el motor fundamental para el desarrollo del talento individual y colectivo en las organizaciones?
Una organización intraemprendedora es aquella que pone a disposición de sus trabajadores espacios para:
- Poner en cuestión los procesos imperantes.
- Proponer y desarrollar iniciativas que trasciendan el día a día, participando de forma activa en ellas.
- Desarrollarse como personas, aportando a la organización todo su talento.
- Incluso, idealmente, las personas y equipos deberían poder formar parte de este proceso de rediseño e innovación organizacional.
En definitiva, y tal y como propone el experto en gestión empresarial Peter Senge, se trataría de abrir y desarrollar los espacios para que cada persona trabajadora pueda ser líder, saliendo del habitual error de llamar líder al jefe. Algo que con frecuencia no es cierto.
Aunque es cierto que muchas empresas cuentan con infinidad de iniciativas, métodos y propuestas que persiguen atraer, desarrollar y mantener el talento, rara vez se cuestionan hacer cambios en su estructura organizacional. Si damos por buena la propuesta de que para cambiar el comportamiento de las personas se debe cambiar el marco de la estructura social en la que se desenvuelven, proponemos también aplicarlo al diseño de las organizaciones.
Más allá del organigrama
No es cuestión de maquillar el organigrama o dedicar unos cuantos recursos a programas de formación que, por sí mismos, no provocan transformaciones relevantes en la empresa. Hablamos de rediseñar la estructura organizacional y de relaciones, de modo que no se basen exclusivamente en el diseño taylorista clásico del que hemos hablado más arriba.
Si asumimos que las personas son emprendedoras por naturaleza, cada organización debe buscar su propio camino de transformación cultural para que el talento pueda desplegarse y desarrollarse más allá del mero cumplimiento de las instrucciones y órdenes recibidas.
No podemos seguir permitiendo que millones y millones de personas odien su trabajo.
Pablo Atela, Ph.D., Profesor Doctor Deusto Business School, Universidad de Deusto
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.