
En una de las operaciones empresariales más célebres —y costosas— del mundo de las bebidas, Quaker Oats Company compró en 1994 a Snapple por 1 700 millones de dólares con la intención de replicar el éxito que había logrado con Gatorade. Pero solo 27 meses más tarde la revendió por apenas 300 millones: una pérdida de aproximadamente 1,400 millones de dólares. La razón: no se trató únicamente del precio, sino de que Quaker compró su propia idea de lo que Snapple debía ser, no la marca auténtica que sus clientes amaban.
El 2 de noviembre de 1994, Quaker anunció la adquisición de Snapple Beverage Corporation por unos 1 700 millones de dólares en efectivo. En ese momento, el valor de Snapple se basaba en su meteórico crecimiento—las ventas habían alcanzado los 674 millones en 1994, impulsadas por su imagen “alternativa”, su presencia en tiendas independientes y un estilo de distribución poco convencional.
Quaker, cuya experiencia en bebidas incluía el triunfo de Gatorade, contemplaba replicar ese éxito y consolidarse como un gigante también en té helado y bebidas naturales.
Una de las primeras decisiones de Quaker fue reconfigurar la manera como Snapple llegaba al consumidor. Tradicionalmente, Snapple había trabajado con cientos de pequeños distribuidores que atendían gasolineras, tiendas de conveniencia y delis refrigerados.
Quaker intentó trasladar la marca a su sistema de supermercados en grandes volúmenes, fusionando los canales con los de Gatorade. Pero ese cambio ignoró la esencia de Snapple: su servicio “cool-channel”, su marketing de cercanía y su identidad independiente. Como resultado, la distribución de Snapple se vio comprometida, se rompió la conexión con los puntos de venta donde tenía fuerza, y la marca perdió credibilidad entre sus seguidores originales.
Otro golpe fuerte fue el cambio en la comunicación de la marca. Snapple se había hecho famosa por su “spokesperson” atrevida, irreverente y cercana, como la célebre “Snapple Lady”, que encarnaba ese carácter alegre y poco convencional de la marca.
Quaker decidió apartarla, replantear el estilo de publicidad y asociar el producto con categorías distintas —por ejemplo, tratar el té helado como si fuera una bebida deportiva, al estilo de Gatorade—.
Estos cambios generaron confusión: los consumidores que habían comprado Snapple por su frescura y su tono distinto ya no se reconocían en la marca; los nuevos canales y el nuevo posicionamiento no lograron atraer suficientes compradores nuevos.
Menos de tres años después de la compra, en marzo de 1997, Quaker vendió Snapple a Triarc Beverages por apenas 300 millones de dólares —es decir, una merma de aproximadamente 1,400 millones. Los analistas señalan que la causa no fue solo un precio excesivo al inicio, sino la incapacidad de Quaker para entender y conservar la identidad, la cultura, distribución y marketing que hicieron a Snapple valiosa.
Posteriormente, Triarc reconstruyó la marca, devolviéndole parte de su esencia y vendiéndola en 2000 por cerca de 1,000 millones de dólares a Cadbury Schweppes.
Más allá del dinero, lo que se perdió fue la autenticidad de la marca. Quaker entendió mal lo que Snapple representaba y trató de imponerle un molde distinto: el de una bebida masiva tipo Gatorade. La combinación entre distribución equivocada, marketing desconectado y valoración inflada creó una tormenta perfecta.
Como se comentó: “las marcas prosperan cuando hay una afinidad entre la cultura corporativa y el proceso, y Quaker / Snapple no tenían ese ajuste”.
Esta historia se convirtió en un caso clásico de adquisición fallida.
La adquisición de Snapple por Quaker no es solo una anécdota sobre cifras astronómicas o pérdidas millonarias: es una lección sobre marca, identidad y congruencia. En vez de potenciar lo que Snapple hacía bien, Quaker impuso lo que ella creía que debía hacer. Y al borrar esa identidad, perdió lo más valioso que tenía la compañía adquirida
A veces el error más costoso no está en el precio pagado, sino en la identidad que se decide borrar.


