
A medida que se extienden las restricciones y censrua de edad en internet y las redes sociales, ¿estamos entrando en una era victoriana digital?
Recientemente, una ola de propuestas de prohibición de redes sociales para jóvenes ha recorrido el mundo, impulsada por la creciente preocupación por el aparente daño que plataformas como TikTok, Instagram y Snapchat pueden causar a mentes vulnerables.
Australia fue el primer país en anunciar restricciones para que los menores de 16 años tengan una cuenta en redes sociales. Nueva Zelanda podría seguir pronto su ejemplo, y la primera ministra de Dinamarca declaró recientemente que su país prohibiría las redes sociales para menores de 15 años, acusando a los teléfonos móviles y las redes sociales de “robarles la infancia a nuestros hijos”.
Estas medidas forman parte de una creciente tendencia internacional: el Reino Unido, Francia, Noruega, Pakistán y Estados Unidos están considerando o implementando restricciones similares, que a menudo requieren el consentimiento de los padres o la verificación de la identidad digital.
A primera vista, estas políticas parecen tener como objetivo proteger a los jóvenes de daños a la salud mental, contenido explícito y diseño adictivo. Pero bajo el lenguaje de la seguridad se esconde algo más: un cambio en los valores culturales.
Las prohibiciones reflejan una especie de giro moral, uno que corre el riesgo de revivir nociones conservadoras anteriores a internet.
¿Podríamos estar entrando en una nueva era victoriana de internet, donde la vida digital de los jóvenes se transforma no solo por la regulación, sino por una reafirmación del control moral?
La era victoriana se caracterizó por códigos sociales rígidos, vestimenta modesta y comunicación formal. El comportamiento en público estaba estrictamente regulado, y las escuelas se consideraban lugares clave para la socialización de los niños en las jerarquías de género y clase.
Hoy en día, vemos ecos de esto en la forma en que se enmarca el “bienestar digital”. Aplicaciones para el tiempo de pantalla, retiros de desintoxicación y teléfonos “tontos” se comercializan como herramientas para cultivar una vida digital “saludable”, a menudo con connotaciones morales. El usuario ideal es tranquilo, concentrado y comedido. El usuario impulsivo, distraído o emocionalmente expresivo es patologizado.
Este enfoque es especialmente evidente en la obra de Jonathan Haidt, psicólogo y autor de “La Generación Ansiosa”, un texto central en el movimiento de restricción de edad. Haidt argumenta que las redes sociales aceleran el comportamiento performativo y la desregulación emocional en los jóvenes.
Visto así, la vida digital juvenil implica una disminución de la resiliencia psicológica, una creciente polarización y la erosión de los valores cívicos compartidos, en lugar de ser un síntoma de complejos cambios evolutivos o tecnológicos. Esto ha contribuido a popularizar la idea de que las redes sociales no solo son dañinas, sino también corruptoras.
Sin embargo, los datos que sustentan estas afirmaciones son controvertidos. Los críticos han señalado que las conclusiones de Haidt a menudo se basan en estudios correlacionales e interpretaciones selectivas.
Por ejemplo, mientras que algunas investigaciones vinculan el uso intensivo de las redes sociales con la ansiedad y la depresión, otros estudios sugieren que los efectos son modestos y varían ampliamente según el contexto, la plataforma y las diferencias individuales.
Lo que falta en gran parte del debate es el reconocimiento de la capacidad de acción de los jóvenes, o su capacidad para navegar por los espacios en línea de forma inteligente, creativa y social.
De hecho, la vida digital juvenil no se trata solo de consumo pasivo. Es un espacio de alfabetización, expresión y conexión. Plataformas como TikTok y YouTube han fomentado un renacimiento de la comunicación oral y visual. Los jóvenes crean memes, remezclan videos y se dedican a la edición rápida para producir nuevas formas de narrar. Estos no son signos de decadencia, sino alfabetizaciones en evolución.
Regular el acceso de los jóvenes sin reconocer estas habilidades corre el riesgo de suprimir lo nuevo en favor de preservar lo familiar.
Aquí es donde la metáfora victoriana cobra utilidad. Así como las normas victorianas buscaban mantener un orden social específico, las restricciones de edad actuales corren el riesgo de imponer una visión limitada de cómo debería ser la vida digital.
A primera vista, términos como “podredumbre cerebral” parecen transmitir los daños del uso excesivo de internet. Pero en la práctica, los adolescentes suelen usarlos para reírse y resistir las presiones de la cultura del ajetreo 24/7.
Pero la preocupación por los hábitos digitales de los jóvenes parece arraigarse en el miedo a las diferencias cognitivas: la idea de que algunos usuarios son demasiado impulsivos, irracionales o desviados.
A menudo se considera a los jóvenes como incapaces de comunicarse adecuadamente, escondiéndose tras las pantallas y evitando las llamadas telefónicas. Pero estos cambios de hábitos reflejan transformaciones más amplias en nuestra relación con la tecnología. La expectativa de estar siempre disponibles, siempre receptivos, nos ata a nuestros dispositivos de maneras que dificultan realmente desconectarlos.
Las restricciones de edad pueden abordar algunos síntomas, pero no abordan el diseño subyacente de las plataformas diseñadas para mantenernos navegando, compartiendo y generando datos.
Si la sociedad y los gobiernos se toman en serio la protección de los jóvenes, quizás la mejor estrategia sea regular las plataformas digitales. El jurista Eric Goldman califica el enfoque de restricción de edad como una estrategia de “segregación y supresión”: una que castiga a los jóvenes en lugar de responsabilizar a las plataformas.
Nunca prohibiríamos a los niños el acceso a los parques infantiles, pero sí esperamos que esos espacios sean seguros.
¿Dónde están las barreras de seguridad para los espacios digitales? ¿Dónde está el deber de cuidado de las plataformas digitales?
La popularidad de las prohibiciones de redes sociales sugiere un resurgimiento de valores conservadores en nuestras vidas digitales. Pero la protección no debería ir en detrimento de la autonomía, la creatividad ni la expresión.
Para muchos, internet se ha convertido en un campo de batalla moral donde los valores en torno a la atención, la comunicación y la identidad se disputan ferozmente. Pero también es una infraestructura social, una que los jóvenes ya están configurando a través de nuevas alfabetizaciones y formas de expresión.
Protegerlos de ella corre el riesgo de suprimir las mismas habilidades y voces que podrían ayudarnos a construir un futuro digital mejor.
Alex Beattie, Lecturer, Media and Communication, Te Herenga Waka — Victoria University of Wellington
This article is republished from The Conversation under a Creative Commons license. Read the original article.
