



El 21 de septiembre de 1629 la Ciudad de México enfrentó una tromba que duró 36 horas, suficientes para dejar a toda la urbe sumergida en una inundación de más de dos metros de altura y una funesta cifra de 30 mil muertos.
Todo fue horror. Miles de cadáveres flotaban sobre el recién formado cuerpo de agua. Los sobrevivientes tenían que transportarse para buscar a sus conocidos a bordo de canoas, la gente no tenía más remedio que entrar a sus casas por las ventanas, los sacerdotes celebraban las mismas en las azoteas de los templos.
Tampoco había comida, y las reservas de carne y granos se echaron a perder. La gente no tenía agua potable, así que usó la disponible y terminaron por enfermar y muchos por fallecer.
No sabían que la ciudad estaría cinco años así. Con la desesperación encima convocaron a una asamblea para que la gente hiciera propuestas para drenar todo aquello. Buscaron sin resultado un drenaje secreto, que de acuerdo con la leyenda, estaba en Pantitlán.
Dos años después seguían sin tener una ruta clara de cómo eliminar toda esa agua estancada y cada vez más nauseabunda. Desde España ordenaron al virrey que lo dejaran todo y cambiaran a la ciudad de sitio para empezar a erigirla de nuevo en otro lado.
Pero en una sesión de cabildo los integrantes decidieron que no podían hacer eso porque en la construcción de esta ciudad habían sido invertidos cincuenta millones de pesos, sin considerar que ya había una catedral, hospitales, un arzobispado, un Santo Oficio, entre otras instituciones.
Algunos nobles españoles se desesperaron de la situación y se fueron a vivir a Puebla de los Ángeles, aunque muchos más aguantaron. Fue hasta 1634 que el agua empezó a ceder hasta desaparecer.
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La capital volvió a su ritmo de vida habitual. Una leyenda narrada por Salvador Novo cuenta que el mascarón que está empotrado en el edificio que esquina a Madero con Motolinía, se coloco ahí a fin de que quedara un testimonio de hasta dónde llegó el nivel del agua en 1629.